jueves, 1 de marzo de 2012

La increíble pero cierta historia de Hector y Aquiles, parte 1: el por qué de la venganza y el por qué de Aquiles verdadero héroe




Hace nueve largos años que el ejército griego acampa, junto a sus negras naves, frente a las murallas de Troya. Durante tanto tiempo sobre la franja de tierra que se extiende entre las murallas y el mar se han desarrollado centenares de combates, donde se han mezclado héroes y dioses, sin que la victoria acabe de decidirse por unos ni por otros.

Fuertes son los griegos de largas cabelleras; los dirige Agamenón, rey de hombres, y a su lado combaten los más brillantes héroes de las islas: el gran Diomedes, de indomable valor; el gigantesco Ayax, de ancho escudo; el prudente Ulises, rico en sabiduría, y el héroe de los héroes, Aquiles, el de los pies ligeros, hijo de una diosa del mar, que al nacer lo bañó en fuego celeste, haciendo su cuerpo invulnerable al hierro, excepto el talón por donde le tenía cogido al sumergirle en el baño.

Pero fuertes son también los troyanos, de tremolantes cascos, endurecidos en el largo asedio. El venerable Príamo, de barba blanca, es su rey. Con ellos combaten el divino Eneas, que ha de fundar el más vasto imperio del mundo, y los hijos de Príamo: Paris, el más bello de los hombres, y Héctor, domador de caballos, el héroe amado de su pueblo, cuya poderosa lanza ha sostenido la esperanza de los troyanos durante los nueve años de lucha.

Los dioses olímpicos también toman parte en el combate, protegiendo con su invisible poder a uno y otro campo. Minerva, la de los ojos claros, diosa de la sabiduría, y Juno, reina del nevado Olimpo, combaten al lado de los griegos. La blanca Venus, diosa del amor, y el fiero Marte, dios de la guerra, pelean al lado de los troyanos.

La belleza de una mujer es la causa de tan cruel guerra. Helena se llama, esposa de Menelao, rey de Esparta, la cual fué raptada de su patria por el amor de Paris, el brillante príncipe troyano, y permanece a su lado tejiendo tapices de púrpura en el palacio de Príamo.

Hombres y dioses luchan día tras días frente a los muros de Troya, y la victoria no acaba de decidirse. Hambrientos y tristes están los troyanos, llorando el infortunio que la belleza de helena ha traído sobre la ciudad. Y cansados de la inútil lucha están también los griegos, que acampan junto a sus negras naves de corva proa, cuyos maderos y cordajes se pudren carcomidos de algas y agua salada.

Un día el rey Agamenón injurió gravemente al héroe más valiente de sus ejércitos, al terrible Aquiles, arrebatándole una hermosa esclava ganada como botín en la batalla. Ante tal injuria la cólera del héroe se desató imponente y habló así al orgulloso rey:

- ¡Tu codicia te perderá, rey Agamenón, corazón de ciervo! Por vengar a tu familia, ultrajada por el rapto de la bella Helena, abandoné mi patria y combatí a tu lado. Pero si este es el trato que das a tus valientes, yo te abandono a tus fuerzas. Ni yo ni mis esforzados mirmidones pelearemos más junto a ti. Por este mi cetro, que antes fué árbol, lo juro; tan cierto como él no volverá a ser verde ni a dar hojas ni frutos, tus griegos han de acordarse de mi cuando yo no luche a su lado y caigan a centenares bajo el hierro de Héctor, el temido héroe de Troya.

Así habló Aquiles, el de los pies ligeros, golpeando furioso la tierra con su fuerte cetro remachado con clavos de oro. Y dicho esto se retiró a su tienda de troncos de abeto, adornada de escudos y pieles, y maldiciendo del rey comenzó a despojarse de su brillante armadura, arrojó su pesado escudo y su larga lanza de bronce, y lloró a su bella esclava con lágrimas amargas, pidiendo venganza a los dioses.

Al saberse estas noticias, el júbilo y la esperanza cundieron entre las filas troyanas, al mismo tiempo que el desaliento se apoderaba de los griegos, abandonados por el más grande de sus héroes. Muchos pensaron que allí era acabada la guerra, y ardiendo en deseos de regresar a sus hogares corrieron apresuradamente hacia las cóncavas naves, varadas en la orilla, dispuestos a botarlas al mar para partir.

Pero el prudente Ulises, empuñando el cetro de Agamenón, pastor de hombres, y arrojando al suelo su manto, corrió hacia las naves clamando:

- ¡Deteneos, héroes y príncipes de Grecia! ¿Qué desaliento o qué miedo puede impulsaros a abandonar así, como medrosas mujeres, el lugar donde tantos hermanos vuestros han perecido? El triunfo será nuestro al fin y en bien corto plazo. Un portento nos lo anunció cuando emprendimos el camino de Troya. Recordadlo: bajo un árbol hacíamos libaciones y sacrificios a los dioses, implorando su apoyo. De pronto un dragón rojo salió del altar y saltó al árbol, donde había un nido de gorriones con ocho crías. La madre piaba angustiada sobre ellos, y el dragón devoró, uno tras otro, a los ocho polluelos y a la madre, quedando luego convertido en piedra. Esto quería decir el prodigio: lo mismo que el dragón devoró entre gemidos a los nueve pájaros, nosotros lucharemos con dolor nueve años. Al cabo de este tiempo el triunfo será nuestro y Troya será destruida. Recordadlo y empuñad nuevamente las armas, héroes de Grecia. El triunfo será nuestro; el noveno año del ascedio va a cumplirse.

Dijo el prudente Ulises, y sus palabras fueron acogidas con aclamaciones por los griegos, que, abandonando de nuevo las naves de corva proa, vuelven al campamento, empuñando sus lanzas y disponiendo para el combate los ágiles caballos y los carros sonoros.

Aquel día fué pródigo en hazañas por una y otra parte y rico en sangre de valientes. Abrazados y revueltos yacían por tierra amigos y enemigos.

Paris, el raptor de la bella Helena, culpable de la guerra, peleaba entre sus enardecidos troyanos, hermoso como un dios. De sus hombros colgaba una piel de leopardo, ceñían sus piernas fuertes grebas con hebillas de plata, su casco tremolaba al viento las largas crines y blandía en sus manos dos afiladas lanzas de bronce.

Al verle en el campo, Menelao, el esposo de la bella Helena, se lanzó hacia él, sediento de venganza, como el león contra el ciervo de enramadas astas. Pero la blanca Venus, viendo el peligro a Paris, su héroe predilecto, lo envolvió en una espesa nube, escondiéndole a los ojos de su adversario, al mismo tiempo que la flecha de un arquero hería a traición a Menelao.

Héctor, el del tremolante casco, el fuerte domador de caballos, orgullo y sostén de Troya, sembraba el espanto entre las filas griegas. Nadie podía resistir su empuje, semejante al del huracán en el bosque, y su hermano Paris, enardecido por la presencia del héroe, también luchaba esforzadamente a su lado.

Tal era el ardor de Héctor, que Minerva, la de los ojos claros, tuvo miedo de que su brazo decidiera en aquel día la victoria, y para evitarlo infundió en su corazón una loca soberbia, que le llevó a suspender la batalla, desafiando a los héroes griegos a luchar contra él solo, uno por uno.

Héctor dirigió a sus enemigos estas aladas palabras:

-Si vuestro campeón me vence en lucha leal, sean suyas mis armas, y entregue mi cadáver a los míos para que le hagan los honores fúnebres. Yo prometo hacer lo mismo si el triunfo es mío.

Un gran silencio reinó entre los griegos. Ante sus nobles palabras todos sentían vergüenza de rechazar el desafío; pero pocos se atrevían a aceptarlo.

Agamenón convocó a sus héroes, y nueve se adelantaron a luchar contra Héctor. Echadas las suertes, fué designado el gigantesco Ayax; el cual, orgulloso de pelear con tan esclarecido guerrero, avanzó hacia Héctor, guardándose detrás de su inmenso escudo.

Héctor arrojó su larga lanza de bronce, atravesando el escudo de Ayax; pero la afilada punta no llegó a la carne. Entonces el gigante lanzó la suya con vigoroso impulso, y atravesó el escudo de Héctor y la coraza, rasgándole la túnica y haciendo saltar la negra sangre. Pero no por eso se retiró Héctor del combate; sus manos cogieron un peñasco y lo lanzaron violentamente contra el escucho de Ayax, que resonó al fuerte golpe como un trueno. Luego desenvainaron las espadas, y acercándose uno a otro se disponían a seguir con ellas la lucha. Pero la noche venía encima y los heraldos suspendieron el combate, reconociendo el valor igual de griegos y troyanos. Entonces Héctor pronunció estas nobles palabras:

-Suspendamos, pues, el combate, ya que la noche se acerca. Pero separémonos como enemigos leales, haciéndonos ricos presentes, para que los tiempos venideros puedan decir en justicia que Héctor y Ayax han sabido pelear como leones y tratarse en la tregua con lealtad.

Y acercándose uno a otro, Héctor regaló a Ayax su espada guarnecida con clavos de plata. Ayax regaló a Héctor su tahalí de púrpura.

Desde que Aquiles, el de los pies ligeros, se retiró colérico a su tienda, los héroes griegos mueren a centenares delante de Héctor, y los troyanos se crecen día por día, a pesar de las portentosas hazañas del gran Diomedes y la fuerza del gigantesco Ayax y el valor del prudente Ulises, que habían jurado no regresar a su patria hasta que en Troya no quedase piedra sobre piedra.

Agamenón, rey de hombres, comprende al fin que el triunfo no estará de su parte mientras el terrible Aquiles no vuelva a combatir en sus filas. Y abatiendo su orgullo, decide ofrecerle nuevamente su amistad, devolviéndole la bella esclava que le arrebató y el regalo de sus carros de guerra, sus tesoros y lo mejor del botín que se tome el día en que en las murallas de Troya se rindan. Ayax y Ulises van a la tienda del héroe a llevar este mensaje, precedidos de dos heraldos.

A la puerta de su tienda de ramas de abeto encuentran al divino Aquiles, cantando antiguas hazañas de guerra al son de una lira de plata. Su fiel amigo Patroclo le escucha en silencio, tendido a su lado en el suelo. El héroe recibe a los mensajeros, ofreciéndoles las libaciones y los manjares de la hospitalidad. Después escucha el mensaje de Agamenón, y sin ceder en su cólera responde estas orgullosas palabras:

-Los presentes de Agamenón me son odiosos. Soy tan poderoso como él, y para nada quiero la amistad de su corazón cobarde. Nada haré en favor de los griegos hasta que los troyanos lleguen en su victoria hasta la puerta misma de mi tienda. ¡Pero ay de Troya ese día!

Con estas palabras los mensajeros se retiraron llenos de tristeza a la tienda de Agamenón, rey de hombres.

Triste amaneció hoy el día para los griegos. El gran Diomedes, el prudente Ulises y el mismo Agamenén están heridos por la flecha y la pica. A su alrededor caen amontonados los mejores soldados de Grecia, y los troyanos, guiados por el tremolante penacho de Héctor, llegan ya hasta las mismas naves, lanzando teas ardientes para incendiarias.

Patroclo, conmovido ante el dolor de sus amigos, penetra en la tienda de Aquiles, que escucha impasible el fragor del combate. Y derramando ardientes lágrimas le habla estas aladas palabras:

- ¡Mal empleas tu valor, cruel Aquiles, cruzándote de brazos ante el dolor de los nuestros! Sólo la roca y el mar han podido engendrar tu duro corazón. Los mejores de nuestros héroes están heridos por la aguda flecha y la afilada lanza. Sólo Ayax resiste aún desde las naves, mientras los otros se revuelcan de terror ante Héctor, matador de hombres. Queda tú en la tienda si quieres cumplir tu palabra hasta el fin. Pero déjame a mí tus armas y tu carro; yo me presentaré con ellos en el combate, y los troyanos, confundiéndome contigo, retrocederán ante tu espada.

Dijo, y Aquiles, conmovido por el dolor de su fiel amigo, accedió a ello, entregándole no sólo sus armas, sino también el mando de sus hombres, los terribles mirmidones, que, lanzando gritos de júbilo, se aprestan al combate.

Patroclo toma las armas de Aquiles. Ajústase a las piernas sus grebas de broches de plata, protege su pecho con la labrada coraza, cuelga de su hombro la fuerte espada guarnecida de clavos de plata, embraza el ancho escudo y cubre su cabeza con el brillante casco, empenachado de largas crines de caballo. Sólo deja la poderosa lanza, que nadie más que Aquiles puede manejar. Y así armado, en el veloz carro de inmortales caballos, se lanza al combate seguido por los terribles mirmidones, a tiempo que en las naves griegas comienza a prender el incendio.

Al divisar el carro y las armas de Aquiles, el terror se apodera de los troyanos, que comienzan a huir en todas direcciones, retirándose de las naves y acogiéndose al amparo de las murallas.

Héctor, temblando de cólera, grita y combate animando a los suyos y conteniendo el ímpetu de los mirmidones con su lanza de bronce y su fuerte escudo guarnecido de pieles de toro.

El carro de Patroclo atropella a los que huyen; sus gritos y su lanza siembran la confusión en torno suyo. Los caballos troyanos, desuncidos, relinchan y galopan desbocados, como los torrentes que se despeñan bramando por las montañas cuando la tempestad descarga su lluvia sobre la negra tierra,

Sólo un héroe troyano se atreve a hacer frente a Patroclo, y cae desplomado bajo su lanza como la encina que se corta en el monte para tallar un mástil de navío.

Corto y brillante es el triunfo del héroe, que llega en su empuje hasta las mismas murallas. Un venablo le hiere, y las manos de los dioses desatan las correas de su armadura.

Por fin, el carro de Patroclo y el de Héctor se encuentran, y ambos se miran como el león y el jabalí que en la montaña se disputan un manantial. Pero Patroclo está herido: sus ojos se ciegan y el casco rueda de su cabeza. Así va a caer, desarmado, ante la lanza de Héctor, que se hunde en su carne. Patroclo, derribado en el suelo, pronuncia estas amargas palabras:

-No te alabes de mi muerte, orgulloso Héctor, que desarmado llegué a tus manos. Tampoco tú vivirás largo tiempo.

Así dijo, y la muerte le cubrió con su manto.

Cuando Aquiles supo por un heraldo la muerte de Patroclo, un gran grito de dolor estalló en su corazón. Derramó con ambas manos ceniza sobre su cabeza y se tendió llorando sobre el polvo.

Los mirmidones llevaron hasta su tienda el cadáver del héroe. Iba desnudo, porque Héctor, al vencerle, se apoderó, como botín, de su brillante armadura. Aquiles lloró, poniendo sus manos sobre el pecho del amigo. Mandó poner al fuego un gran trípode para calentar agua con que lavar la sangre. Lavó el cadáver y lo ungió con aceite. Después, colocándolo sobre el lecho, lo envolvió con una fina tela de hilo. Y toda la noche la pasó a su lado.

Al día siguiente, furioso y terrible como nunca, el divino Aquiles, resplandeciente de nuevas armas fabricadas por los dioses, entraba en la batalla para vengar la muerte de su amigo.
Información extraída de " la ilíada" de Homero

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