domingo, 30 de marzo de 2025

Relato de Pedro Gómez Sánchez Incluido en el libro Grecia desde el aula

 

Del libro Grecia desde el aula. Relato de Pedro Gómez Sánchez

VENDRÁ LA MUERTE

en la piel, ya reseca, desgastada, de ARISTÓTELES

Pedro Gómez Sánchez

 

 

 

Ahora que ya no hay salud y sucederá lo inevitable, habiendo ya dispuesto lo necesario para los vivos, queda rendir cuentas con los muertos. Y si Antípatro, el fiel Antípatro, queda encargado de lo primero; contigo, Alejandro, debo cumplir lo segundo.

No para hablar con los muertos - dejaremos a otros, si es su deseo, ese malhadado empeño-, sino para que alguien, que ya vive en el ayer y en compañía de sombras, una vez aclarado el futuro de los que se quedan, se enfrente con el pasado. Porque saldar cuentas contigo es ajustarlas conmigo mismo; como muertos sepultando a muertos.

Los primeros signos de una renaciente Perséfone se anuncian con el sol del mediodía y la ahora suave y ligera brisa que viene del Egeo. Va quedando atrás el invierno, de vientos húmedos del norte, maltratador de viejos huesos, ya frágiles y desgastados por la herrumbre de los años.

Las fatigas se acumulan y dejan poco espacio al descanso, que siempre es alterado, inquieto. El cuerpo, cada vez más presente, levanta su voz en cada momento con malestares, punzantes en ocasiones, sordos en otras, pero continuos, incesantes; achaques que se sostienen, y dejan la mente siempre fatigada, espesa, agotada. Nunca llega la vejez en buen tiempo, en buena ocasión.

Y ahora, este malestar del estómago, continuado, casi permanente, como si de una pesada digestión, interminable, se tratara. Pero no son enfermedades y padecimientos que se incorporen, se añadan; no hay ya más enfermedad que la propia vejez.

Con qué facilidad nos volvemos quejumbrosos en estas horas postreras, y qué vano y falaz alivio hallamos en esos gemidos resentidos; qué dificultades para restablecer el humor, siquiera un instante; para poder gozar de la risa y la alegría aun pasajeras, ante


la constatación de lo huidizas y poco duraderas que vendrán a ser. Porque no hay triunfo de la vejez; de ella no se sale.

Y de poco valen componendas y artificios, que no son más que resguardos inútiles de alivios quiméricos…. Desembarazarnos del cuerpo, pedía el que fuera mi maestro, ese creador de mundos imposibles, negador de la realidad; como si eso fuese posible, cuando ya casi solo somos eso, cuerpo, materia desgastada y doliente. Qué empeño puso él, Aristocles, el sabio entre los sabios, en ese vano cuidado, que no era, en el fondo, más que una artimaña para esconder lo real cuando ésta, la realidad, asusta; hasta vició a la misma filosofía, la que decía, y debía, defender, haciéndola, reduciéndola a ser un preparatorio de la muerte. No podemos saber hoy hasta dónde llegará este extravío, ni cuál el siguiente ensueño; quién sabe, quizás otros llegarán hasta proclamar el desprecio de la muerte, por mor de ocultar ese desgarro de una conciencia que se sabe, íntima, certeramente, próxima a la oscuridad, a la nada, y que sin embargo no soporta tan feroz verdad y no sabe resistirse al influjo de lo imaginario, que supone más sedante. Con qué errada habilidad nos volvemos niños, de fácil engaño, en estas horas casi póstumas.

Pero con él, con, el llamado, Platón, ya ajusté cuentas, ya lo dejé atrás. Me disperso, pierdo el hilo; otro estrago.

Entre tantas fatigas y debilidades, sin embargo, en algunos momentos encuentro, como un breve soplo, esa quietud del cuerpo que permite el sosiego del espíritu, en esta Calcis materna que me ha servido de refugio.

Ser viejo, sí, es saber dónde están los refugios, pero al mismo tiempo, reconocerlos como inútiles, inservibles. Aunque, en este caso, las arenas y el sol de la Eubea familiar me han acogido y protegido, pero solo de lo que puede ser amparado. No del deterioro y el desfallecimiento pero sí de la furia de los hombres.

Porque Atenas, otra vez y de nuevo, ha caído en una ira insensata, un furor descontrolado, otro violento arrebato desquiciado. Las gentes, sin juicio, irreflexivas pero culpables de su ignorancia, se han visto arrastradas, como títeres, en un afán denigrante, volcando una cólera estimulada, provocada, contra quienes veían más indefensos -y en su aturdido entendimiento representaban a los poderosos contra los que nada se atrevían-, para saciar sus mezquinas frustraciones cotidianas y enaltecer a sus inspiradores. Sobre todo a aquel que ni nombrar quiero, hábil maestro de palabras engañosas pero bien


trabadas, de las que inflaman los ánimos, hasta volverlos incontrolables; y al que confío le esté reservado como justo castigo recibir esas mismas iras provocadas. De justicia sería que los sembradores de vientos fueran los que padecieran las tempestades provocadas; pero no suele ocurrir así sino bien al contrario.

Si Atenas, la sublime Atenas, la que nunca ya volveré a ver; la Atenas de Solón, la de Fidias y Praxíteles, de Sófocles y Tucídides, aquella que observé como la encarnación, la perfección misma de lo humano, es capaz de llegar a un extremo tan delirante y perturbado, no habrá final ni colmo para la barbarie. Errado estaba al no advertir el bárbaro que se esconde en todo griego, en todo humano, y que resulta, a todas luces y me temo, inextirpable; o quizás también que en todo lo excelso y sublime se encubre la barbarie misma. El otrora rodeado de gloria, que también padeció ese arrebato furibundo, incendiario y vicario de su propio pueblo, ya lo reconoció sin ser capaz, aún con su poder y gloria, de ponerle freno.

Hay días, en que despierto, nunca del todo, de un sueño, que nunca es completo, y en esos momentos intermedios, cuando aún no se han disipado las sombras del sueño y no ha llegado la primera luz de la vigilia, como si de destellos se tratara, se me aparecen terribles imágenes de la insensata ira de los hombres. Ni esa esperanza en el porvenir puedo dejar.

Vuelvo a hacerlo; me pierdo en digresiones; poco remedio queda ya; ninguna enmienda da la vejez para corregirlo. Dije dirigirme a los muertos y es a lo que me debo.

Eso es lo que tú, Alejandro, te ahorraste, la ruina que es la vejez con tu temprana muerte. Se cumplió el orden natural con tus padres, pero no con tu maestro; y no es bueno tampoco que el maestro perviva a sus pupilos, porque hará surgir la tentación de achacar a aquél los vicios de estos, como ha ocurrido contigo y conmigo.

Viviste, así lo quisiste, rápido, demasiado apresurado, como si intuyeras tu prematuro final; extendiste el mundo conocido hasta rincones ignotos para los cuales aún no teníamos nombre; nos obligaste a acuñar palabras con los que nombrar todo lo nuevo; nos desbordaste con tu avidez desmesurada, sin freno ni límite.

Poco caso hiciste de las enseñanzas de los sabios del jardín o del pórtico, menos aún de las de tu maestro; pero tampoco de la lección de sencillez que te dio, según contaron, ese Sócrates loco que se hacía pasar por perro.


Y pensar,- no puedo evitarlo- que quizás lo peor fue lo que sí seguiste; de mis pocas influencias, de las escasas que prendieron en tu inexperto y ya impetuoso espíritu en aquellos días macedonios, tan lejanos hoy que parecen de otra vida, otro mundo, al ponerte en contacto con las obras de los poetas, a pesar de haberte advertido de la ficción que encierra siempre su arte, y no haber acertado yo mismo en reparar en la inutilidad de la advertencia.

Observar, con cierto gozo, impulsar incluso, tu lectura concentrada en el divino ciego, haber puesto a tu disposición la obra misma. Ver, y peor aún, hacer crecer en tus sueños juveniles esa desatinada emulación que llegó hasta creerte el nuevo Aquiles. Lo percibí con claridad cuando, en las pocas y tardías noticias que nos llegaban de ti y tus victorias, saliendo de la Hélade – otro consejo desoído, otra enseñanza desatendida- buscaste los restos de Troya y oraste en la que supusiste tumba del aqueo.

Te devoró la desmesura, pero también el orgullo, la hybris; eso que, una vez más, los poetas dan a malentender como una ofuscación mandada por los inventados dioses, cuando no es más que el fondo humano mismo, algo demasiado humano. Y no la saciaste con una vida de conquistas, de victorias sin número ni medida. Y ni siquiera te sirvió el antídoto mismo a esa vanidad vacía, a ese sueño delirante y funesto, que proporcionaba el mismo poeta, en el mayor reconocimiento de lo humano en su obra; dejaste pasar, imprudentemente, la advertencia del bardo cuando desvelando la ficción del héroe que él mismo había creado hace aparecer al hombre, reconociendo la futilidad de reinar entre los muertos, la esterilidad de la gloria para llenar una vida. ¿Fue eso mismo lo que descubriste en tus últimos momentos, el envanecimiento inútil, o más y peor aún, la banalidad de la gloria, su insignificancia final? Si fue así, o si no lo fue, quede como parco pago por la destrucción inmensa que ocasionaste en lo glorioso que construiste.

No creas que te lo reprocho, o no más que eso mismo lo que me recrimino a mí mismo. De poco vale ya una y otra cosa cuando no espero reencuentro ni más vida fuera de esta vida.

El único encuentro que me resta, que me cabe esperar, es con Pythia, ahora que ya de ella apenas me queda el recuerdo de su sonrisa ligera, cautivadora; lo demás se ha ido desdibujando con los años y las debilidades de la mente. Diligente como siempre, y buena capataz, ya dejó dispuesto unir nuestros huesos en mi sepulcro, ese que ya espera, que reclama a su inquilino.


Nada debo, nada debe pagarse a Asclepio; no se sacrifique gallo alguno; no espero ni quiero isla de bienaventurados, Hespérides alguna, ni Hades tampoco. Ninguna deuda dejo, más que, quizás, a este mar que ahora baña mis pies, y con su frescura los calma momentáneamente de su cansancio. Quede el mar detrás de mí, después de mí; y más allá de este, nada, polvo, sombra; solo tierra. Y olvido.

Y si por algún azar o ventura alguien nos rescatara por un instante de ese olvido perpetuo solo pido, si me es concedido pedir, que sea un espíritu joven, nuevo, que no se deje arrastrar y sea capaz de ver por debajo de tanta furia y ruido.

Venga, entonces, ya la muerte.

 

sábado, 15 de febrero de 2025

EL MITO DEL NOGAL DE PEDRO

 

EL MITO DEL NOGAL DE PEDRO

Estamos ahora debajo de este frondoso nogal, en el medio del patio. Hermoso y robusto, este nogal debe su esplendor a los mimos y cuidado de Pedro del de filosofía, también conocido como el Barbas. Este profesor, al igual que su idolatrado Sócrates, gusta de conversar con sus alumnos bajo los árboles, y este es uno de sus preferidos.

Y ahora viene el mito: ese árbol de frutos, unas hermosas nueces, redondas, sabrosas, riquísimas nueces. Al abrirlas notamos que, de manera muy especial, su fruto tiene una forma que recuerda extraordinariamente a la forma del cerebro humanos. Mucho más que las nueces de otros nogales. ¿Por qué, os preguntaréis? Muy sencillo, porque Pedro, el filósofo, se ha preocupado y casi obsesionado por fomentar vuestra inteligencia, vuestra capacidad de análisis, vuestro espíritu crítico, esforzándose por haceros personas cabales, más racionales y cerebrales y mucho menos viscerales.

Por eso este árbol era, es y será, el nogal de Pedro.

Este era, más o menos, el relato del mito tal y como se contaba hasta 2023. Ahora le he añadido un epílogo.

Pero habéis de saber que, en el caso de que Pedro alguna vez falleciese, cosa que dudo, en ese improbable caso, su espíritu morará eternamente en este y otros árboles a los que él amó y que lo amaron, al igual que ocurría con las ninfas y los dioses de la mitología griega.

Alfredo Alcahut Utiel