miércoles, 20 de agosto de 2025

Prólogo a Órganon de Pedro Gómez Sánchez

 

 

PRÓLOGO

 

Un libro y dos autores, uno ya experto y entendido en estas lides de la literatura; otro recién llegado, empezando y prometiendo. Un libro y dos autores, sí; pero además un buen libro y dos buenos autores; y encima de los que andan entre nosotros, con los que podemos encontrarnos en cualquier momento, dialogar, pasear, compartir; vamos, de los que son como nosotros, de los nuestros, en definitiva. Buenas razones, suficientes, para tenerlo, para comprar el libro, y, sobre todo, más que buenas razones, notables, para leerlo. Porque sí, chicos, nenes, tíos, el libro hay que leerlo, sí; incluso a pesar de esta presentación/introducción, el mayor, el principal, el único demérito, defecto, del libro que, como probablemente los autores advirtieron, haberlo (el defecto) tenía que haberlo (la perfección asusta por inalcanzable, inhumana) y por eso buscaron quien lo cometiera, y por eso mismo, este prólogo/ presentación/introducción. Y por eso mismo además otro error, el segundo, pero que en realidad fue el primero, el uno que llevó al otro: tanto tiempo y esfuerzo, tanta dedicación, perseverancia y clarividencia literarias para componer una obra, observar la conveniencia de un prefacio/prólogo/ presentación/ introducción, y elegir y encontrar a quien lo hiciera, para concluir, tras consumarse la elección, poniendo en manos inhábiles su realización que pasa a ser una perpetración. Al menos, este preámbulo/prefacio/ prólogo/presentación/introducción intentará responder aunque sea a una, y solo a una, de las altas expectativas que los autores depositaron en lo mismo.

 

 

 

 

 

Muy recomendable el libro por supuesto, quedó ya dicho, pero se repite aquí por si acaso y por tanta confusión y barullo del prologuista hubiera pasado inadvertido, porque como todas las obras recomendables ofrece muchas lecturas, muchas facetas. Es, por un lado, un libro de intriga y aventura (de los que gustan a la chavalería) pero también de amistad y compañerismo (de los que gusta la chavalería y cualquiera), con un deslumbrante y poderoso descubrimiento (y peligroso, como todos los descubrimientos deslumbrantes y poderosos), y asimismo un libro educativo (tan equivocadamente disgustante para el muchacherío).

 

No obstante, también permite otra lectura, otra visión; bien pudiera ser visto como un libro de viajes, entrando así en una fértil tradición literaria. Pero éste es de los que descubren la auténtica realidad del viaje, su verdadera naturaleza.

 

Nos podemos encontrar en él, entonces, con la figura del viajero, una de las representaciones excepcionales de la condición humana. Y es aquí donde este exordio quisiera detenerse para, aún negativamente, reflexionar sobre esa figura del viaje y del viajero. Porque, de la realidad del viaje, hay representaciones, modelos que no entienden el carácter profundo del mismo, que lo pierden y a la vez lo falsean.

 

Destacamos dos, muy conocidas y recurrentes: una clásica, eterna; otra relativamente novedosa, contemporánea.

 

 

 

 

 

Y empezamos al revés de la historia, por lo próximo, por lo más nuevo. Y así hallamos al turista, al viajero contemporáneo, a aquel que pasea indiferente y despreocupado por el viaje, que lo observa y recorre como si fuera un escenario, una sucesión de decorados; definitivamente superficial en su andadura queda impermeable, sin sustancia, a la realidad que visita, siempre desde afuera, solo acumulando, ni siquiera sumando, experiencias.

 

Y remontando a contracorriente en el curso de la historia, encontramos la otra figura, la antigua y clásica. Tampoco Ulises (no me perdonará Alfredo por esto, pero qué se le va a hacer) comprende el viaje. En el suyo, colosal, interminable, no vuelve más sabio, no vuelve mejor ni mejorado siquiera, sino solo más viejo, más cansado, más exhausto. En un momento dado parece que sí, que es el verdadero viajero; extraño para todos, extranjero en su tierra, nadie lo reconoce, como si fuera otro, distinto.  Pero no; es una ilusión (su perro desvela el espejismo; lo identifica, lo descubre); es el mismo el que regresa y él mismo; y queda de manifiesto con su última argucia, su último ardid. Por todo ello, retorna peor, empeorado por el viaje pero también por el tiempo.

 

Ninguna de estas dos figuras descubre la imagen verdadera del viajero, del viaje. Pues el verdadero, el auténtico viaje es el que hace cambiar, crecer, envejecer y rejuvenecer; es aquel en el que el que vuelve no es el mismo que el que inicialmente salió. El viajero queda siempre como un emigrante, un nómada de sí mismo, que ha entendido, por la fuerza de la realidad, que de ningún viaje se vuelve indemne; o acaso que de ningún viaje se vuelve, que no hay retorno posible.

 

 

Y así termina estoloquesea, y así se cumple lo acordado: responder a una, y solo a una, de las expectativas depositadas por los autores en un exordio o preámbulo o prefacio o prólogo o presentación o introducción que esta obra no necesitaba; una expectativa, la más fácil y sencilla, la única que está al alcance de quien esto escribe, el mismo que promete abandonar para siempre semejantes tareas de escritura: la brevedad.

 

Pedro Gómez

 

 

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