Pedro Gómez, maestro
Terreno
desconocido. Terreno entendido como tierra. Terreno como origen. Terreno
fértil, lugar de conocimiento, de descubrimiento, de comprobación, de difusión.
Cierta luz del entendimiento, difusa, tenue, claroscura; ideas abstractas, no
saber hacia dónde vamos, ni de dónde venimos, incluso, en ocasiones quiénes
somos. Posiblemente, esta recreación describa la llegada de cualquier profesor,
con su mochila llena de sueños e ilusiones a un nuevo centro, sobre todo, si
responde a la figura de una persona un tanto insegura, fácilmente
impresionable, y provinciana, con todas las connotaciones positivas que implica
este término en cuanto a anhelo por entender, por saber, por ser aceptado, por
experimentar, por aprender y, sobre todo, por encontrar referentes que iluminen
este terreno, en cierto modo inhóspito, cargado de dudas e inseguridades. En
este sentido y por suerte, existen lugares que gozan de ciertas presencias
prominentes que no necesitan de una hidroeléctrica para irradiar esa luz del entendimiento,
ideales que provocan que la luz pierda ese carácter difuso y que son bendición
y nuevo problema, cómo reaccionar, cómo actuar, cómo desenvolverse y cómo
hablar con el que, a todas luces -valga la redundancia- es una figura estoica
de lo referente, de refugio, de lugar al que acudir en caso de crisis, de
desahogo, de búsqueda de consejo, de la palabra exacta o, simplemente, de una
sonrisa. En definitiva, encontrar un hogar en ese lugar desconocido.
Envuelto en estas reflexiones, que se siguen vinculando con
la tierra, se observa que esa figura a la que se alude, no lleva mochila, ni
estuche. En esas estancias, aulas, salas, pasillos… no necesita azada, ni pala,
su artefacto de conocimiento, su armamento, su escudo, su envoltura y su aureola
se desprenden de lo que a todas luces es un simple –qué equivocado- cuaderno
rojo de pequeñas dimensiones, cerrado por una especie de cordel que, combinado
con camisetas negras que homenajean a Pulp
Fiction o que rinden tributo a los grupos que marcaron el camino del rock, destaca e impregna de sabiduría y
de elegancia los pasillos y, en otras ocasiones, se difumina entre particulares
y recias camisas de cuadros, un buen forro polar, naturalismo al estilo Felipa,
y un caminar sereno y discreto donde la mirada ya se convierte en una lección
de vida. Y en ese camino se cruzan nuevos y diferentes profesores, profesorado
que pasa y se queda, profesorado que pasa y se va, profesorado. Cada uno y cada
cual con su halo de misterio con sus ambiciones y métodos, con sus ilusiones y
quejas, y entre todos, los hay que generan, como si de un huracán se tratara, una
atención, que requiere una estrategia previa basada en pensar muy bien cómo
acercarse, qué actitud mostrar, pues envuelve en dudas, en inseguridades acerca
de cómo hablar, qué tono es el adecuado para presentarse, cómo gestionar la
comunicación no verbal y sobre todo qué decir. Porque… con qué actitud se entra
a un faro, qué se hace en él, qué se puede aportar a un especialista en
conducir a adolescentes confusos a la senda adecuada, de convertir esa luz tenue
en claridad.
Y qué equivocado, de nuevo, está uno cuando se empeña en
encontrar respuestas desesperadas, en obsesionarse con acercarse a ese faro,
pues la esencia está en la observación y no hacen falta palabras para
comprender, solo es necesario observar, porque ese profesor del cuaderno rojo
sabía cuándo se sentía observado y actuaba en consecuencia, no anticipaba,
fluía, conocía con convencimiento el insomnio que provoca la inseguridad y solo
ofrecía su pastilla azul o roja cuando era necesario. Especialista en Matrix, no necesita etiquetas, ese
simple cuaderno rojo –qué equivocado- en realidad es un oráculo que no siente
la presión de encontrar a un solo elegido, se muestra convencido de que cada
uno es un elegido per se con su
idiosincrasia de luces y sombras, con su lucidez y sus miserias, con sus
inseguridades. En ese cuaderno rojo hay cabida para todos, ese cuaderno es
hogar, es tierra y esa barba es refugio. En ese espacio no hay rincones para
las malas palabras ni los reproches, solo para demostrar que todas las palabras
presentan una carga semántica tan limitada que requiere innumerables sinónimos para
transmitir sentimiento, para llegar a la reflexión, que no a la verdad, porque
la única verdad es que todo es mentira y, partiendo de esa base, el objetivo es
acercarse lo máximo posible a la misma, a través de un cuaderno rojo, de un
movimiento que aletea al acariciarse la barba o de una simple mirada.
La filosofía no existe, no se celebra, en ese día donde
todos piensan no se celebra nada, en carteles del día de la filosofía, no se
celebra la filosofía. La filosofía no goza de temario ni de apuntes ni de syllabus ni de índices; la filosofía es
la duda, el razonamiento, la duda, el pensamiento, la duda, la ilusión, una
barba, un «a ver, señores», un día donde no se celebra nada. Eso es la
filosofía, eso es la educación, eso es la vida, eso es tierra, casuca, huerto,
hogar, y todo ello se detecta con una primera impresión, en un primer día donde
-qué equivocados- no es necesaria una estrategia, no requiere acercamiento porque es esa persona la que llega y abraza si
es menester, la que está, la que oye, la que escucha, la que observa y se
siente observado, es esa persona en el momento preciso, en la necesidad, en el
punto de encuentro, la que envuelve de tal modo que no hay huida, ni vacío, ni
soledad, es una presencia que embriaga, que sostiene, que extrae, como polea de
pozo, lo mejor de los demás, prácticamente sin esfuerzo, con serenidad y que,
por tanto, siempre se muestra presente y no huye. De este modo, ese profesor nunca,
jamás se marchará, la luz no se apaga, los faros no se toman vacaciones, son
solo refugio, guía, presencia, Pedro Gómez.
Emilio Manuel García Carlos, febrero de 2025
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